Los psicoanalistas no tienen ningún título

Jacques Nassif

Entre todos los profesionales del campo “psi”, como se dice hoy en día, los sucesores de Freud y de Lacan son los únicos que no se contentan con un diploma para autorizarse a ejercer su práctica teniendo como objeto lo que siguen llamando todavía el Inconsciente.

Sino que lo que ellos consideran como una condición sine qua non es el haber hecho ellos mismos, y a sus expensas, un psicoanálisis profundo, convencidos de que los estudios y los diplomas no bastarían para ello: no son universitarios sino unos artesanos del análisis, una práctica que busca un saber, pero que no se obtiene en la Universidad sino a través de una experiencia crucial: aquella de poder constatar hasta qué punto uno no es el amo en su propia casa.

No es dominando un campo del saber, mediante una enseñanza que valide una competencia, que se llega a ser psicoanalista, sino aprehendiendo la vida mediante un manejo sagaz de una transferencia, experiencia que permite rememorar su existencia a medida que uno la cuenta a un tercero privilegiado, para evitar repetir sus impasses.

Se llega a ser psicoanalista y se procura quedarse tal, sin poder nunca refugiarse detrás de un título, si y solamente si un análisis ha sido llevado suficientemente lejos para permitirle a un sujeto lograr que otras personas puedan beneficiarse de la experiencia adquirida de su inconsciente, al confrontar la formación que ha extraído de su análisis propio, con otros colegas que compartan el mismo recorrido, y que deberá continuar desarrollando, poniéndola en cuestión toda su vida de ahora en adelante.

Con ese fin, las asociaciones de analistas han sabido desde el principio alimentar y suscitar la formación continua de sus miembros a lo largo de su práctica profesional. Más allá de sus diferencias, estos colectivos que siguen las huellas de los pasos de Freud y de los refundadores de su discurso, constituyen verdaderos laboratorios de investigación, de los que las numerosas publicaciones dan testimonio.

¿Con qué fin mantener vivo el psicoanálisis? ¿Por qué dirigirse a un psicoanalista cuya oferta consiste precisamente en no plegarse a esa demanda, cuando de entrada se suele dirigir a un especialista de salud mental o a algún psicoterapeuta, ocupándose ambos de restablecer un bienestar perturbado por los avatares de la existencia?

Importa, en efecto, ser claro a este propósito más que ser clérigo1. Es en el juego con un malentendido y arreglándoselas para levantarlo en el curso de lo que se sigue llamando una “cura”, que Freud debió de colarse en el modelo de la medicina y de la psicopatología, mientras que lo que proponía consistía en ofrecer a un sujeto la posibilidad de comprometerse con una palabra consistente en decir en voz alta, sin seleccionar y como a vuelapluma, lo que pasara por su cabeza.

Ahora bien, lo que se obtiene por el sesgo de esta práctica del lenguaje no es de ninguna manera que alguien se haga cargo de uno quedando pasivo y sometido a sus cuidados, sino la decisión de no atribuir más su sufrimiento solamente al otro o a las circunstancias, intentando comprender porqué se ha instalado este padecimiento, y por otros medios que los tratamientos que proporcionan los medicamentos o los buenos consejos. Un psicoanalista no será ni médico ni cura, escribió Freud al pastor Pfister.

Nos parece que hoy por hoy ha llegado el momento de dar un paso adelante y de arrancarnos la máscara.

Puesto que la mayor parte de los gobiernos europeos, dada la extensión cada vez más generalizada del malestar que genera la civilización tecnocrática, al no ofrecer más que ventajas materiales, desean proponer una psicoterapia también generalizada a sus ciudadanos, hace falta marcar en qué reside la diferencia. Si los políticos entienden que para realizarlo han de legislar en este dominio, tanto en lo que concierne al título de psicoterapeuta como sobre los métodos a aplicar, es importante decir ahora, alto y fuerte, que el psicoanálisis no se debe clasificar intrínsecamente en el marco de lo médico ni de lo sanitario y que desea por eso mismo ni ser encuadrado ni reconocido por el Estado.

Dada la sociedad de control en la que vivimos, si es preciso, sin embargo, que los psicoanalistas se sometan, también ellos, a un control al que nadie puede o debe verdaderamente escapar, si es necesario a cualquier precio concederles un Estatuto, no sería pues ni del Ministerio de Sanidad ni del de Educación que debería depender el que obtengan una autorización.

En nuestra opinión, ese estatuto debería caer bajo la competencia del Ministerio de Cultura, en el mismo grado que los escritores o los actores, los pintores o los músicos. Consta que los psicoanalistas se entregan a una investigación solamente emparentada con las de la ciencia o de la filosofía, pero que depende más bien de cierta sabiduría, dado que ellos no pueden prometer los resultados previsibles y calibradores que se esperan de la aplicación de una técnica, pero sí preconizar para su práctica(1) las reglas a las cuales se someten y que no dejan de reajustarse en función de las personas, de modo que una aplicación de las mismas, por parte de aquellos a quienes por eso llaman analizantes, les permita tratar más directa y específicamente todo lo que cojea en una vida, porque cae bajo los efectos del inconsciente.

Su primera competencia consiste en todo caso en no abusar de la transferencia de la que se benefician y en analizar suficientemente el hecho de que se trata de una ficción que se despliega y no de una relación que se engendra, para que un psicoanálisis llegue a ser una escuela de libertad reencontrada. Para asegurarlo, no demandan más que reconocerse en el seno de sus asociaciones, para confirmar el hecho de que uno u otro entre ellos ha podido hacer de su existencia una obra digna de inscribirse en la tradición, exigente y fértil, de la vía abierta por Freud y sus continuadores.

Al mismo título que los escritores para sus lectores, los psicoanalistas no desean obtener otro reconocimiento que el de los analizantes que les han dado la suficiente confianza para que se vuelvan sus psicoanalistas, durante el tiempo contado y medido de unas sesiones que no serán requeridas para durar toda una vida, como puede ser el caso con un buen terapeuta.

Continuarán a tal efecto, y siempre que sea necesario, exigiendo que la segunda i griega del nombre que los designa (en francés) no se sustituya por error con una i latina como suelen hacerlo los empleados de los ayuntamientos, y tratarán de que se admita que el alma (la psyché), al que se dedica su forma de análisis, no se vea por tanto reducible a la obligación de ser inscrita en una “lista” por un rasgo o una calificación asignable desde el exterior, con el fin de ser tomada en cuenta por la administración estatal.

(Texto traducido del francés por Francisco Rodríguez Insausti y revisado por su autor)

El titulo original de este manifiesto es en francés: “Los psicoanalistas no son clérigos”, que es el antónimo de laico y que, en tanto palabra suelta, introduce el equívoco añadido de la palabra “clairs”, queriendo decir: claros. Se trata precisamente en este intento de ser un poco más claro en relación al oficio no codificado de esta profesión no reglamentada, como se lo reconoce en el caso, por ejemplo, de los traductores.

Nota 1: Estas reglas conciernen a la duración de las sesiones, su precio o la medida a guardar respecto a la no reciprocidad entre el analizante y su analista del conocimiento mutuo o del trato a evitar entre las personas concernidas y sus relaciones, con el fin de asegurar el secreto y la limitación a la única palabra que debe quedarse dirigida a un desconocido. Verdadero punto de apoyo para la palanca de su acto analítico.