José María Álvarez, psicoanalista: “El delirio de la locura es una defensa, un intento de reequilibrio del sujeto”

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

‘Estudios sobre la psicosis’ no es necesariamente un libro únicamente para psicoanalistas, aunque es obvio que uno tiene que tener un mínimo de interés o curiosidad por la psicosis para leerlo. Esa curiosidad, quizá forzada porque algo de la locura reside en los laberintos de mi constelación familiar, es la que me llevó sin pausa a adentrarme desde la primera página hasta la última de este libro. Y en ellas descubrí muchas cosas, como por ejemplo que la locura ya le interesó a los clásicos, como a Cicerón, y que los locos, aunque muchos se empeñen en categorizarlos como enfermos mentales y se amparen en la genética o en el cientificismo para tratar su enigma, también son responsables de lo que les ocurre. Así es que esta obra de José María Álvarez, psicoanalista lacaniano, reescrita, ampliada y reeditada por Xoroi Edicions, si bien es recomendable para todos aquellos a quien les interese la locura, las mujeres y los hombres que escuchan la pueden incorporar entre sus libros de cabecera sobre la psicosis. No en vano Jacques Lacan empezó a interesarse por la locura con su tesis sobre la paranoia. Curiosamente José Maria Álvarez empezó también por aquí. Quizá porque los que deliran, como los artistas, son capaces de avanzarse y aventurarse como nadie en lo indecible que tiene la vida. A ese tapiz de palabras, desfragmentado en muchos casos, hay que ofrecerle un lugar para decir y saber escucharlo. Ardua tarea que sin duda Álvarez realiza con una posición ética y un espíritu combativo desde hace muchos años. En esta conversación destacan algunas de las columnas en las que se sostiene su texto: la psicopatología clásica, la obsesión diagnóstica, la responsabilidad de los sujetos psicóticos, las psicosis ordinarias, la relación entre James Joyce y su hija Lucia o las fronteras entre la cordura y la locura. Si alguna virtud, entre muchas, tiene este libro es que su autor logra transmitirnos algo de la locura con palabras llanas, familiares y comprensibles para todos. Por su defensa de la locura vale realmente la pena acomodarse y disfrutar de su prosa.

En uno de los capítulos de Estudios sobre la psicosis citas un sentimiento que te acompañó a lo largo de tu infancia, cuando se hablaba del manicomio de Santa Isabel en León: “Aún recuerdo con claridad que al oír las palabras ‘manicomio’ o ‘locura’ me sobrecogía de inmediato una mezcla lacerante de espanto y curiosidad”. Años más tarde, quizá todavía sin saberlo, deveniste analista. ¿Venció la curiosidad?

Sí. La curiosidad venció y pervive. Yo creo que es necesaria para nuestro trabajo. Nuestro trabajo es muy duro, más de lo que parece. Sobre todo para quienes tratamos con personas enfermas. Cuando trabajas en hospitales, cuando en la consulta privada recibes también a gente que está fastidiada, a trastornados, a locos o que están muy enfermos, entonces el trabajo tiene sus complicaciones. De no ser por el entusiasmo es difícil de soportar. Tienes que tener deseo, tener buena compañía y estar bien orientado. Cuando era joven tenía mucho entusiasmo y lo conservo aún; enseñar a los jóvenes contribuye a ello. Quizá con el tiempo se pierde un poquito de entusiasmo pero se gana en saber hacer, cosa que se agradece porque al principio uno es más impetuoso y comete ciertos errores. Con el paso de los años se aprende a estar y se aprende, como los deportistas de alta competición, a gastar menos energías y no hacer demasiados esfuerzos cuando no conviene. Lo mismo sucede con nosotros. En realidad yo estudié una carrera muy técnica: matemáticas, estadística, neurofisiología; nada de eso tiene que ver con la clínica ni con la condición humana, prácticamente nada. Aunque tengo una formación científica de base, aquellos estudios, en realidad, me parecían ciencia ficción cuando se pretendían extrapolar a la subjetividad. Estudié en una facultad experimental y aprendí mucho acerca de la metodología de la ciencia y de los diseños propiamente científicos, pero de personas aprendí muy poco. Las personas somos mucho más complicadas que aquellos animales de laboratorio, entre otras cosas porque a aquellos animales las perrerías se las hacíamos nosotros, mientras que en la especie humana somos nosotros mismos los que mordemos el veneno de algo que tanto más nos hace gozar, tanto peor nos sienta; de algo que no se deja así como así. Este tipo de veneno no tiene ninguna consideración en otras perspectivas psicológicas. Para el cognitivismo la mirada sobre la persona, sobre el hombre, sobre el sujeto es muy chata. Según esta perspectiva la mente es como una especie de ordenador al que hay que introducir información adecuada para que todo funcione. Con los pacientes esto no funciona en absoluto. Y si vamos a esquemas más simplificados, como el conductismo, en realidad su utilidad se limita al adiestramiento de animales, pero cuando saltamos al ámbito humano, lamentablemente eso sirve muy poco. Me acerqué al psicoanálisis más como enfermo que como curioso, aunque también me llamaba el querer saber algo de la complejidad humana. Fue una suerte caer allí porque, tras esa puerta descubrí un amplísimo continente. A mí me gustaba estudiar y a través de esa puerta me acerqué a la filosofía, la literatura, la lingüística, la historia de la clínica y la psicopatología clásica, incluso a las matemáticas; a mí me ha servido todo eso. Creo que si me hubiera dedicado a la pseudociencia o a la ciencia ficción de la psicología o de la neuropsicología, en realidad me hubiera aburrido muchísimo porque eso es: sota, caballo y rey. No hay mucho que estudiar allí y menos aún que reflexionar. Ese tipo de conocimientos se aprenden; no hay más secreto. Ahora bien, para formarte como psicoterapeuta o como psicoanalista, en ese caso vete preparándote para dedicarle toda la vida. Un amigo que se acaba de jubilar después de ejercer cuarenta años la psiquiatría me decía que para formar a un psiquiatra expendedor de comprimidos bastaba con adiestrar a un mono durante dos meses, al cabo de los cuales ya sabría recetar. Pero si quieres saber hablar con un paciente, si pretendes entrevistarlo como conviene, callar la boca cuando la tienes que callar, decir lo que tienes que decir cuando tienes que decirlo, entonces las cosas son más complicadas, entonces vete preparándote para dedicarle muchos años de estudio y de práctica. Mi visión del psicoanálisis es fundamentalmente clínica. Fui un buen estudiante teórico; me interesaba mucho estudiar, conocer los detalles de las teorías. A medida que pasan los años selecciono mucho más las lecturas y no suelo gastar mucho tiempo en cuestiones absurdas que me aportan poco al quehacer diario. Me he escorado cada vez más hacia la clínica en su estado más puro y me interesa mucho sacar a los pacientes adelante. Una parte de la formación del psicoanalista debe ser, en mi opinión, esencialmente clínica. Al mismo tiempo, es necesario pasar por el análisis personal y por hacerse con algunos saberes. En mi caso, con el paso de los años, cosa que me sorprende al echar la vista atrás, cada vez me he ido escorando más hacia estudios de filosofía. Desde hace años me interesa mucho la filosofía antigua, en especial las escuelas helenísticas, sobre todo Epicuro, también los estoicos. Encuentro ahí una permanente reflexión sobre la ética. Y, pese a los siglos que nos separan, sus reflexiones me parecen cercanas a nuestro mundo y útiles para mi trabajo. Me he ido haciendo de esta manera.

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

En tu libro destacas una pasión envidiable por los autores clásicos, ya no únicamente de la psiquiatría sino también de la filosófica práctica. Me entusiasmó especialmente la tríada que describes entre Cicerón, Pinel y Freud. ¿Qué podrías decir que une y diferencia el saber de dichos autores?

Cicerón representa al mundo antiguo. Es el gran compilador del saber antiguo y el autor de Conversaciones en Túsculo, una de las primeras obras de psicopatología, cuyo objeto de estudio son las pasiones y su tratamiento. Por esas dos razones hablo de Cicerón, no tanto por la originalidad de su pensamiento, a veces muy escasa. Como sabemos, Cicerón es uno de los personajes más conocidos del mundo antiguo y sobre todo uno de quienes más se escribe. De ahí que siga siendo tan polémico y controvertido. Mientras Theodor Mommsen lo califica de ególatra, en la reciente biografía de Anthony Everitt sobre Cicerón se le reconocen esos méritos de compilar y ordenar la tradición clásica. Aunque Cicerón no sea justo con Epicuro, pues le repugna toda esa cosa del placer y del cuerpo, coincide con él y con todos aquellos pensadores en la tendencia a moderar las pasiones, a dominarlas, y en el hecho de considerar que el sujeto es responsable, que lo que hace o no hace debe atribuírsele a él mismo y no a la ofuscación pasional. Es el denominador común del mundo antiguo respecto a la ética, al ethos. Por encima de todo está la responsabilidad: el sujeto es el que se mete en líos y el que puede salir de ellos. Fíjate que alguien tan materialista como Epicuro, alguien que se hace eco de la física atomística de la Leucipo y Demócrito, alguien que da la espalda a los dioses con tanta elegancia, mantiene sin embargo abierta la puerta a la responsabilidad subjetiva mediante lo que llama “el azar”. Epicuro introduce la posibilidad del azar en el movimiento de los átomos, con lo cual salva la libertad, la decisión, de cada sujeto, pues cada uno de nosotros siempre está en condiciones de elegir. No está todo determinado, siempre cabe la posibilidad de la elección. Después de este breve apunte nos trasladamos casi veinte siglos después. Comprobamos que, ya en el mundo de la ciencia, Philippe Pinel sigue conservando algo de aquella perspectiva ética. Lo comprobamos al leer su monografía sobre la manía, donde sostiene que incluso en los ataques de manía, de furia maníaca, cuando el sujeto está más loco y descontrolado, Pinel sigue cosiderando que, así y todo, el sujeto es responsable. Freud piensa lo mismo. Y Freud no ha leído a Cicerón apenas –lo menciona en alguna ocasión en La Interpretación de los sueños– y a Pinel tampoco. Freud es un genio y en el caso de los grandes genios, de las grandes mentes, en realidad no se trata tanto de lo que han leído más bien que ellos son capaces de desbrozar las problemáticas eternas del ser humano. Entonces, Cicerón, el representante del mundo antiguo, Pinel, a caballo entre la antigüedad y la ciencia, y Freud, van a dar en lo mismo, coinciden en que la responsabilidad subjetiva es irrenunciable. ¿En qué más coinciden? En que el lenguaje es útil para la terapéutica, para reblandecer las pasiones y apaciguar los conflictos. Los tres están de acuerdo con eso. ¿En qué no están de acuerdo? A nadie hasta Freud se le había ocurrido pensar que el lenguaje es la materia del alma, y que los síntomas están hechos conforme a las leyes del lenguaje. Esta perspectiva es absolutamente nueva en la historia de la cultura. Nunca se había pensado así, y Freud lo escucha de esa manera ya desde sus primeros trabajos a caballo entre la neurología y la psicopatología. Aunque Freud da un salto cualitativo al introducir esta perspectiva, sigue no obstante conservando el punto de vista de la ética, la responsabilidad, la decisión. Y en eso se da la mano con Epicuro, con Platón, con Cicerón, con Séneca, etc. La historia de la psicología clínica, del psicoanálisis y de la psiquiatría tiene que comenzar naturalmente hablando de Epicuro, Platón, Aristóteles, Epiecteto, Cicerón, etc. En realidad estos pensadores eran los que trataban los problemas anímicos que sufrían los sujetos. Como sabemos, Foucault, a medida que va madurando se dedicó más al estudio del mundo antiguo, y con respecto a lo que trató de mostrar dijo en La hermenéutica del sujeto que las escuelas de los filósofos antiguos eran dispensarios de salud mental. El sufriente, el doliente, acudía allí para que el maestro filósofo le aliviara las penas del alma. Es lo que hacemos nosotros ahora con una teoría mejorada.

¿Qué ha ocurrido para que la psiquiatría y la psicología se olvidaran tan rápidamente de la tradición filosófica y psicoanalítica, para convertirse en terreno abonado para el determinismo, para la obsesión por los diagnósticos y para la obediencia ciega a una serie de técnicas y protocolos?

Desde el siglo XVII-XVIII un veneno que se llama la ciencia se adueñó paulatinamente de la forma de pensar y representar el mundo, primero en las personas de más elevada formación y más tarde entre la gente de la calle. Aunque todos tenemos una mentalidad científica, lo que hay que saber es que la ciencia sirve para lo que sirve. Su poderío se limita al ámbito de las ciencias naturales, pero ni siquiera en todas las especialidades médicas se puede hablar stricto sensu de ciencia. Y en el caso de la psiquiatría o la psicología, hay que echarse a temblar cuando suenan los ecos de la ciencia. Así y todo, el discurso científico tiene tal poderío que eclipsó la figura de Dios hasta el punto que lo jubiló. Con anterioridad perecía imposible explicar nada sin echar mano de Dios. Pero la ciencia es un discurso tan potente desde el punto de vista heurístico, interpretativo y explicativo que de pronto los referentes del hombre se contrabalancean cuando aparece ese discurso capaz de explicar algunas cosas, especialmente cosmológicas, pero que ambiciona explicarlo todo. Cuando la psiquiatría da sus primeros pasos –inicialmente con Pinel, con Esquirol– mantiene aún el referente filosófico, humano y ético. Pero poco después todo esto se oscurece mediante la obnubilación que trae consigo el ideal de la nueva ciencia, en el cual la psiquiatría se postula para ser una rama más de la medicina. En este proceso intervienen al menos dos factores: por un lado, la inercia del discurso científico y sus logros en otros ámbitos, y, por otro, cierta vanidad de los propios alienistas que, de esa forma, se incorporan con pleno derecho al mundo médico y científico. Con la incorporación de la visión científica a la patología mental, es decir, al territorio de las heridas del alma, se elimina todo un saber antiguo. Durante más de veinte siglos el concepto fundamental para entender la patología mental fue la melancolía. Tan pronto la psiquiatría se pone en marcha, lo primero que proponen, en este caso Esquirol, es eliminar el término ‘melancolía’ (y con él la tradición clásica) y dejársela a los filósofos y a los poetas, pues “nosotros, los médicos, estamos obligados a usar los términos con mayor precisión”. Con la melancolía, aunque no sólo con ella, se observa un rechazo de la gran tradición cultural y humanística. La psiquiatría y la psicología se construyen de este modo, afianzándose sobre una serie de pilares muy endebles, cuya fortaleza se busca en observar, pesar, medir y comprobar. Pero, claro, lo que se puede observar, pesar, medir y comprobar a veces no sirve para nada. En mi opinión el desarrollo de la psicología y de la psiquiatría científica se ha hecho para justificar que no hay que hablar con los locos. Si pensamos que la locura es una enfermedad o que un delirante es alguien que ha perdido la razón, entonces llegaremos a la conclusión de que los locos lo único que dicen son bobadas, por tanto hay que tratarlos como enfermos, adormecerlos con pastillas, apartarlos, intentar curarlos y punto. Pero hablar con ellos, no.

Este es el momento en el que estamos. Pero creo que el péndulo cambiará y volverá de nuevo a imponerse la antigua tradición de la que vengo hablando. La pobreza teórica de la psiquiatría y de la psicología clínica actual es de tal magnitud que compromete seriamente su utilidad. En cambio, mientras son escasamente útiles para muchos pacientes, resultan utilísimas para el gran capitalismo, a quien lo que le va es lo contante y sonante, el dinero de los medicamentos al precio incluso de la salud. Probablemente venga otro cambio y otra inflexión, un giro hacia el otro lado. La psiquiatría se ha hecho científica para justificar que no hay que hablar con los locos, que los locos son enfermos y no hay más que hacer. ¡Es impresionante porque es un discurso que excluye su propio objeto!.

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El psicoanalista José María Álvarez conversando con la periodista Marta Berenguer. Autor de las fotografías: Albert Roig.

La palabra ‘locura’ sufre una suerte de anacronismo, ya no entre especialistas, sino que parece estar como marginada de nuestro vocabulario. En tu libro reivindicas el buen uso de esta palabra. ¿Qué es la locura para el psicoanálisis?

A mí me parece más patético e hiriente, incluso más insultante, hablar de enfermedad mental que de locura. ¿Por qué razón? Porque cuando alguien dice que tal persona es un enfermo mental, lo que está diciendo con ese término médico tan rotundo es que esa persona está manejada por algo que no es él mismo. Y esto a mí me parece terrible. A alguien que tiene una enfermedad mental, una esquizofrenia o una paranoia, por ejemplo, se le supone que tiene un problema del cerebro o un problema genético. Pues bien, eso no es más que una creencia. En realidad no hay nada concreto con respecto a la causa orgánica de la esquizofrenia ni de la depresión. Llevamos dos siglos atribuyendo al organismo enfermo los malestares anímicos y por el momento seguimos en el terreno de la especulación. Si alguna vez se descubre realmente alguna causa orgánica en alguna de estas enfermedades, en ese caso dejarán de ser enfermedades psiquiátricas y pasarán al dominio de la medicina, del médico de familia, con lo que la especialidad se irá reduciendo tanto más cuanto que consiga sus objetivos. Pero bueno, todo el mundo tan feliz.

Hay mucha gente confundida, incluidos algunos especialistas, con respecto a estas cuestiones. Se dice, por ejemplo, que fulano oye voces, que tiene alucinaciones. Con frecuencia se confunde lo que es propiamente una alucinación verbal, es decir, la alucinación psicótica por excelencia, de otro tipo de fenómenos semejantes en apariencia pero muy distintos en esencia, como por ejemplo las ilusiones o las alucinosis. En este escenario de oscuridad, a mí me parece más sensato y respetuoso hablar de locura que de enfermedad mental. La gente en realidad piensa que la locura es una especie de enfermedad o de maldición que le cae a uno encima. El delirio de la locura es una defensa, un intento de reequilibrio del sujeto. Cuando alguien alucina, delira y hace cosas raras, en realidad está echando mano de determinado tipo de protecciones que crean una adicción terrible. El delirio es muy adictivo porque quien delira sabe muy bien que existe algo mucho peor. El sujeto no quiere soltar eso, no quiere soltar la convicción que es el pecio al que agarrarse en medio del océano, aunque sepa que agarrado a él acabará solo en medio del mar. Sabe que antes que el delirio hay una angustia terrible, un vacío y una perplejidad oceánica que es mucho peor. ¿Qué es la locura? Pues es una experiencia dramática muy solitaria e intensa, a la que no hay que idealizar. La locura es una dimensión que entraña determinado tipo de experiencias muy concretas, por ejemplo, la convicción o la certeza. Nosotros podemos tener opiniones, creencias, hablamos, podemos estar de acuerdo o no estar de acuerdo, pero la rotundidad, la densidad de la locura se manifiesta en aquello que se llama la convicción o la certeza. Nietzsche, que acabó sus días bastante chiflado, lo decía con una precisión pasmosa: «No es la duda lo que vuelve locos a los hombres sino la certeza». Aparte de la certeza, un loco es alguien para quien todo gira a su alrededor, alguien que siente que las cosas están referidas a él; es el solitario por excelencia, pues lo que dice no engancha con el resto; su discurso  está cerrado sobre sí mismo. En los manicomios, para ponerte un ejemplo, los neologismos que inventan los locos no sirven para crear un argot distinto, al contrario, cada uno tiene sus neologismos, sus propias palabras. Creo que la soledad, la intensidad de la locura, la certeza, el prejuicio, la autoreferencia son maneras de acercarse a un tipo de experiencia dramática que no cabe idealizar pero que tampoco cabe segregar. Es complicado hablar de la locura. A veces se habla de ella como si fuera una pérdida de la realidad, cosa que es una bobada porque hay gente que está loca y dice cosas más reales que cualquiera de nosotros.

Quizá el delirio o la alucinación sean las respuestas del sujeto que más asociamos a la psicosis, pero según comentas en el libro éstos son productos secundarios que el sujeto construye. Previo a ello existe una especie de ‘vacío de significación’ para después pasar a la idea delirante. ¿Qué puede desencadenar una psicosis? 

Entramos en un plano más teórico y más especulativo. Desde luego, nadie ha ido más lejos en este terreno y con más fundamento que Lacan, un hombre especialmente dotado para la cuestión de la psicosis. Él construye una teoría, que no voy a explicar ahora, pero sí voy a citar una referencia suya que es muy sabia del texto De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis donde habla de coyunturas dramáticas. Lo que desencadena la psicosis es, por decirlo así, un mal encuentro que incide sobre un defecto simbólico. Algo no funciona bien o no se ha constituido con la suficiente fortaleza como para que en determinada coyuntura compleja eso que falta o eso que no funciona se descoloque, se desequilibre. Lacan lo vincula naturalmente con la función del padre, con el significante del Nombre del Padre, es decir, lo relaciona con lo que correspondería a la normalización del sujeto, esto es, que el sujeto respete la ley, se constituya como deseante, en fin, ese tipo de cosas. El sujeto puede ir tirando con determinadas muletillas pero en un momento determinado, en determinado tipo de coyunturas dramáticas: un desamor, perder un trabajo, un enfrentamiento con alguien a raíz de una oposición… Hay sujetos que pasamos por ellas con un simple duelo, con angustia, con cierta conmoción, pero hay gente que se rompe. A partir de allí empieza una dimensión de la experiencia distinta: el sujeto ya no es el que era antes. En los primeros momentos el sujeto se sume en  la perplejidad, es decir, en una falta de significación donde se pierden completamente los referentes con los que te has sostenido hasta entonces, tus engaños –los que tenemos todos y que son necesarios–, de pronto el mundo se ha desarmado. Se pierde la protección del lenguaje y de repente el lenguaje se vuelve muy amenazante; es el mundo el que te habla a ti, el que se dirige a ti y te interpela. Es muy interesante el protagonismo que tienen las alucinaciones verbales a lo largo del siglo XIX, no solamente en la historia de la clínica mental, sino de la concepción que tenemos del sujeto. Actualmente no se podría pensar la existencia de escritores como William Faulkner, Virginia Wolf, James Joyce, o incluso Luis Martín-Santos –por decir a alguien más cercano– si no hubiera sido por un cambio en la subjetividad moderna. Eso no tiene nada que ver con el hombre del siglo XVII, con el hombre renacentista y mucho menos con el hombre antiguo. ¿Cuál es el cambio fundamental? Que de pronto, con la emergencia de la ciencia y la desaparición de Dios, se crea una soledad distinta en el sujeto y ese tipo de soledad se convierte en una experiencia muy angustiosa. El filósofo Blaise Pascal dice una frase estremecedora: “Me aterra profundamente la soledad de los espacios infinitos”. ¿Qué quiere decir con eso? Que de buenas a primeras Dios ya no está y el hombre no puede echar mano de una explicación que le vale para todo, que de pronto estamos aquí solos y este tipo de soledad, en mi opinión, incide en las experiencias del sujeto y en la relación que tiene consigo mismo. El lenguaje que aparece a lo largo de la historia como un instrumento para entendernos, para escribir, para describir la realidad, de pronto adquiere un tono amenazante. Los locos son los primeros en percatarse de ello, se anticipan, van delante y tienen experiencias novedosas, sobre todo las alucinaciones verbales. El lenguaje, el Otro, empieza a hablar solo. Esto tiene una relación directa con la historia de la filosofía del siglo XIX. Wittgenstein lo dice a su manera cuando afirma que no se puede conocer el mundo si uno no conoce el lenguaje, que gracias al lenguaje nos representamos y construimos el mundo. Heidegger, que no tiene nada que ver con Wittgenstein, también dice algo parecido: “La lengua habla”. Lo mismo Joyce, en el campo de la literatura, y luego y sobre todo Lacan. Los protagonistas de Ulises o de Finnegans Wake ya no son personajes a quienes les ocurren cosas; el lenguaje es el protagonista del proceso. La experiencia que tenemos es nueva y es una experiencia muy siniestra. Parece que nosotros usemos el lenguaje cuando en realidad nosotros somos usados por él.

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

Antes de seguir deberíamos detenernos y plantear una cuestión esencial: ¿Qué se entiende por lenguaje? ¿Es una facultad destinada a la comunicación y por lo tanto la persona dispone a voluntad de este instrumento para entender y ser entendido o se trataría más bien de un medio que nos precede, nos habita y determina?

Claro que el lenguaje es un instrumento para conocer, para representar el mundo, para entenderlo –o para no entenderlo–, un instrumento que nos sirve para vincularnos. El lenguaje es lo que nos da la identidad, nos conforma de acuerdo a lo que nos ha precedido. Dependiendo del lenguaje que nos han inoculado somos de una manera o de otra. Pero hay otro tipo de lenguaje, un lenguaje más interior en el que de repente nosotros nos sentimos hablados. El lenguaje nos enferma y nos sirve incluso para curarnos. Desde esta perspectiva el lenguaje es un medio terapéutico porque, entre otras cosas, hablando la gente se alivia. Con Freud las palabras toman un sesgo patogénico, es decir, hay algo del lenguaje que no solo enferma al sujeto sino que da forma a los síntomas. Los síntomas tienen la forma del lenguaje.

Las personas neuróticas o “normales” creemos que somos nosotros los que usamos el lenguaje, los que pensamos. La conformación mental o psíquica de un sujeto ha obedecido a determinados mecanismos de defensa en los cuales se han ido poniendo como capas y éste ha dejado que el periodo más primitivo de lalangue, del caos sonoro, de la subjetividad, se vaya armando con determinado tipo de ley, con determinadas representaciones del yo donde el sujeto acaba por pensar que lo que piensa lo piensa él. El lenguaje no es tanto un fin sino un medio en el que estamos y con eso tenemos que ir haciendo. En el caso de la locura, cuando un sujeto enloquece se desarma y lo que vemos son, sobre todo al inicio, trastornos del lenguaje. Si se desarma el lenguaje, en realidad se desarma todo. Se desarma la relación con el espacio, con el tiempo, con los otros y con el propio cuerpo. Toda nuestra profesión es una profesión de palabras y cuando se desarma este tapiz del mundo los sujetos, a falta de una red protectora, se estrellan irremediablemente.

En tu conferencia ‘La locura para principiantes’ nos introduces en algunos testimonios de locos muy célebres: el premio Nobel John Forbes Nash, los filósofos Fredrich Nietzsche y Jean-Jacques Rosseau. ¿Qué nos pueden enseñar estos ‘maestros de la locura’?

Como ocurre con todas las cosas, hay locos más brillantes y locos menos brillantes, locos que son buenas personas y locos que son malos hasta decir basta. En la antigüedad se discutió mucho acerca de si los locos son más creativos. Hay psicóticos que son más capaces de dar un testimonio especial por sus experiencias, como sería el caso de Rosseau, Nietzsche o Nash. Los locos normalmente no dicen bobadas y no andan mintiendo. Ojalá los esquizofrénicos pudieran mentir. Cuando hablas con ellos, a veces, te dicen cosas que son verdades como puños. Por eso la locura tiene un atractivo terrible. Muchos locos dicen que se está mejor enloquecido que siendo un vulgar mediocre más. Este tipo de cosas, si les dejas hablar, te las dicen casi todos. A partir de la escucha empiezas a tener una perspectiva de la locura totalmente distinta.

Queramos o no, en las universidades y en los hospitales nos han enseñado que la locura es una enfermedad más, una enfermedad que se llama esquizofrenia o psicosis maníaco-depresiva. La enfermedad está asociada a la desgracia, a la pérdida de facultades. Pero cuando a los locos se les deja hablar, te dicen una cosa completamente distinta. Te dicen que es verdad, que la locura es un fracaso, pero que hay algo que tiene un tirón muy fuerte, un tirón tan terrible que no lo quieren soltar. Algunos esconden debajo de la alfombra ciertas cuestiones delirantes para que les dejemos en paz, pero la locura es de una densidad terrible. Las personas a menudo nos agarramos a lo que hemos medio conquistado y no lo queremos soltar ni para atrás. Este tipo de cuestiones las podemos entender gracias a que en un momento determinado Freud dijo cosas sobre la locura que no las había dicho nunca nadie. Freud dice que el delirio, al que algunos equivocadamente consideran la enfermedad, es un intento de solución, de reequilibrio. De pronto la perspectiva sobre la psicosis, sobre la locura, es completamente otra. Tanto es así que incluso gracias a esta frase se distinguen dos campos que son totalmente irreconciliables: por un lado, los que están de acuerdo en que el síntoma tiene una función, es decir, que el delirio no es la enfermedad sino el intento de reequilibrio; y por otro, los que no lo creen en absoluto y por lo tanto tratan al delirio como una manifestación enfermiza a la que, como primera opción, hay que silenciar. Pero ¿por qué hay más intentos de suicidio y aumentan las depresiones cuando los locos dejan de delirar? ¿Por qué se deprimen los locos cuando pierden el delirio? Pues porque se les ha privado de la herramienta que tenían para sobrevivir. Es cierto que están locos, pero siguen en el mundo. Y ahí se ve muy claro. Se habla mucho de las depresiones postpsicóticas. ¡No son depresiones postpsicóticas! El sujeto al que se le priva de su herramienta delirante se queda de pronto indefenso, desprotegido, tan aterrorizado como decía Pascal ante la contemplación de un infinito innombrable.

En el libro citas también el caso del dramaturgo Ernst Wagner, paranoico que asesinó a su propia familia, como él mismo lo declaró ante el juez. Un testimonio que contrasta con el caso del filósofo Louis Althusser quien, de algún modo, tras haber sido declarado inimputable por locura del asesinato de su esposa Hélène escribe un libro de memorias donde parece reclamar su responsabilidad en tales actos. ¿Dónde queda la responsabilidad de los sujetos psicóticos?

Nosotros –Fernando Colina y yo mismo– hemos sido entusiastas defensores de la responsabilidad. La hemos defendido desde el punto de vista teórico y desde el punto de vista clínico. Eso trae a veces algunos problemas. Que recuerde, sólo he tenido en una ocasión un conflicto por algo que haya dicho y fue que unas asociaciones de enfermos mentales se encararon conmigo y me amenazaron con ponerme una demanda. Ellos no soportan, y tienen muchas razones para no soportarlo, que la gente diga que los enfermos son locos y que los locos son responsables. Se lo toman muy mal porque el concepto de enfermedad mental justifica que eso no tiene que ver con la familia ni tampoco con la persona. Según ellos se trataría más bien de una tara genética, de un exceso o defecto de dopamina, de una alteración de la amígdala. Es decir que la locura no tiene nada que ver con la persona ni mucho menos con la familia. Es cierto que eso descarga mucho a los implicados. Es verdad que estas asociaciones se adhieren con fuerza a este tipo de discurso. Bien, hay que respetarlo. Pero en realidad la perspectiva psicoanalítica –incluso de otros clínicos que sin ser psicoanalistas están muy cerca– invita a que tomemos partido por ese grano de razón, de responsabilidad y de decisión irrenunciable en cualquier sujeto. Es una cuestión ideológica. Obviamente es un asunto que no se puede demostrar mediante un escáner cerebral, por ejemplo, pero yo prefiero pensar eso a creer en un determinismo completo de la materia o del organismo. ¿Qué favorece el hecho de pensar así? Que puedo trabajar con los sujetos locos, pedirles algunas cuentas y comprometerlos con encontrar una solución a su drama, con encontrar su buen camino. El caso Wagner enseña algo importante que a veces se confunde: una cosa es la patología y otra cosa bien distinta es la ética, es decir, la psicopatología no es lo mismo que la catadura moral. Se puede ser loco y buena persona, y se puede ser loco y a la vez ser un canalla integral. Hay personas que en un momento dado están completamente enloquecidas y rápidamente te llaman para pedirte un ingreso. Esto nos muestra de algún modo que existe un punto donde hay siempre una decisión. Es verdad que en algunos momentos de locura el sujeto pierde bastante los referentes, por ejemplo cuando hay alucinaciones imperativas o cuando la trama persecutoria se cierra sobre sí misma. En esos y otros casos la responsabilidad del sujeto se achica considerablemente. Pero dicho esto, a mi manera de ver, en la mayor parte de los estados de la locura considero que el sujeto es responsable y que por ello posee la grandeza que le otorga esa responsabilidad, esto es, la posibilidad de rectificar y sanarse. Entonces creo que hay que saber distinguir entre la patología mental –la esquizofrenia, la paranoia– y la maldad. Son cosas que no tienen nada que ver. Desde el siglo XX, sobre todo con Lombroso y los degeneracionistas, la clínica psiquiátrica ha intentado explicar todo lo que es raro como enfermedad: la homosexualidad, la locura, la maldad, etc. Se ha pretendido explicar que ser malo es una enfermedad cerebral que deriva de la amígdala. De ser así, seamos consecuentes y cuando algún malvado se lleve por delante a media docena de paseantes, le hacemos un informe para que solicite una pensión porque está enfermo de maldad.

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

Parece que socialmente, y lo vemos a menudo a través de los medios de comunicación, ante actos tales como asesinatos múltiples por ejemplo -me viene a la memoria el caso del noruego que disfrazado de policía mató a 68 personas- entre las primeras sospechas de las causas de asesinato está la locura. ¿Con ella parece que se justifiquen a menudo los actos más atroces?

Exacto. Esa es la tendencia de los medios de comunicación, que se hacen eco y potencian el discurso dominante. En cambio no solemos leer en la prensa que fulanito de tal se llevó la pasta de una gran empresa, les dejó a todos pelados y ahora está viviendo en Honolulu a cuerpo de rey; y que, claro, no es de extrañar, porque el tal fulanito está en tratamiento psiquiátrico y es esquizofrénico. Lo patológico, la enfermedad, como reconocía Jaspers, tiene siempre una connotación “nociva, indeseable, inferior”. Sin embargo, en terreno anímico las cosas son más complejas, entre otras cosas porque muchos llamados enfermos se consideran a sí mismos sanos, incluso felices. Este hecho ha llamado mucho la atención. Kurt Schneider reflexiona sobre esto al inicio de su monografía Las personalidades psicopáticas.

Tampoco solemos leer en los periódicos que al doctor tal le han dado el premio Nobel porque, claro, era paranoico-esquizofrénico y eso es jugar con ventaja a la hora de dedicarse a las matemáticas. ¿Verdad que no leemos cosas de esas? Pues aunque no las leamos, también son ciertas. En cambio, cuando alguien hace alguna cosa rara sí, entonces es esquizofrénico o está en tratamiento psicológico o psiquiátrico. ¡Pero si en tratamiento psiquiátrico está todo el mundo! No olvidemos que para la familia es muy tranquilizador pensar que la enfermedad de sus hijos o que la locura no tiene que ver con ellos, es decir, que no tiene que ver con los padres porque es una cuestión orgánica o genética. Esa misma lógica se traslada también a la sociedad. Es muy tranquilizador pensar que cualquier disturbio o anormalidad tiene una explicación científica. Y de este modo, a los anormales, como señala Foucualt, se les pone en serie: homosexuales, locos, malos, etc. En el fondo, mientras se lo endosamos al otro, mientras ponemos la locura, la maldad, la homosexualidad o la violencia en los otros, nosotros nos quedamos tan oreados: “yo no, es el otro”. No hace falta ser freudiano para pensar que cuanto más se segrega, más se reconoce uno en eso que rechaza. Cuanto más desprecia uno a los locos, más se reconoce a sí mismo como loco. Todo esto obedece a determinado tipo de patrones de pensamiento conformados por mecanismos defensivos que inducen tranquilidad social, aunque al precio de un engaño o ceguera acaban creando un malestar mayor.

Como decía, hoy día se pretende diagnosticar todo y a la maldad se le supone una enfermedad subyacente. También podemos leer algo de eso entre algunos psicoanalistas, donde se observa asimismo una tendencia a la patologización, sea mediante la psicosis latente o la psicosis normalizada. Bueno, puede que sea así o puede que no. Creo que son campos que no hay que confundir. La gente puede ser mala, puede elegir mal, puede dejarse llevar por algo pulsional sin poner el mínimo freno ni cuestionárselo siquiera. En el caso de Wagner, por ejemplo, es importante destacar que cuando asesina es precisamente porque no ató bien el delirio; no es porque estuviera loco y delirara, sino porque, precisamente, no lo hacía, porque no conseguía elaborar un delirio apaciguador. Cuando ya estaba ingresado en el manicomio de Winnental y se puso a delirar, se volvió un ser mucho más pacífico. De manera que relacionar sin más el crimen con el delirio es tendencioso. El caso Wagner, según lo entiendo, muestra precisamente lo contrario: mató porque le faltaba el soporte del delirio. Tanto es así que mientras redactaba sus obras dramáticas y su autobiografía, consiguió posponer el paso al acto. Pero cuando concluyó la autobiografía, mató a sus hijos y a su mujer, y a unos cuantos antiguos vecinos. De matar a sus hijos jamás se arrepintió. Los paranoicos a menudo justifican un crimen como un acto necesario. La propia estructura de la paranoia puede conllevar esto. Wagner en realidad tuvo que llevarse por delante a sus propios hijos para borrar la maldición de la degeneración que él consideraba que llevaba dentro: se consideraba un degenerado, un bestialista (y seguramente lo era). Y para que sus hijos no fueran unos degenerados, los degolló; y también a su mujer, pero por pena, según dijo más tarde.

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

En algún momento comentas que más que existir una frontera entre la cordura y la locura, como si se tratase de una línea recta, se trata más bien de un litoral, algo que viene y va. ¿Dónde queda, si es que realmente existe, la frontera entre la cordura y la locura?

La metáfora del litoral es una expresión que usó Jacques-Alain Miller y me parece muy acertada para el asunto del que tratamos. Te daré mi opinión a día de hoy. Al inicio de nuestra formación ayudan mucho las referencias a categorías o estructuras o enfermedades, es decir, oposiciones. Hoy día nuestro pensamiento es así de rígido. Posiblemente lo fue menos en el mundo antiguo. Quizá para un griego de la época de Platón era más fácil pensar a la vez cosas que hoy suponemos contrapuestas, por ejemplo lo uno y lo múltiple, y cosas así. Pero nosotros necesitamos las categorías, necesitamos las oposiciones: esto es negro, esto es blanco, esto es loco, esto es sano. De manera que nosotros nos formamos inicialmente siempre con categorías, enfermedades, trastornos, estructuras, etc. Nos da seguridad agarrarnos a ese tipo de taxonomías o de clasificaciones para hacer frente un poco mejor al trabajo diario. A medida que van pasando los años, por lo general necesitamos menos las clasificaciones. Todas ellas son invenciones, algunas con escaso fundamento. Todas las clasificaciones son artificiales. Todas. Las nuestras y las de los otros. Aunque las necesitemos para apuntalar cierto tipo de saber, no quiere decir que existan como hechos de la naturaleza. Cuando pensamos la locura, tenemos dos maneras de hacerlo: hay una locura o hay muchas locuras. Hay continuum o hay discontinuidad. Lacan incialmente era totalmente discontinuista. A medida que maduró en experiencia, con los años, él mismo se fue olvidando de esas cuestiones y en el Seminario 23 en concreto, con toda la propuesta de los nudos borromeos, creo que no piensa de manera tan categórica. A Freud le pasaba lo mismo. A Kraepelin, también. Y a tantos otros, cuyos inicios son continuistas y sus finales son discontinuistas, elásticos. Yo creo que a medida que ganamos en experiencia y maduramos, necesitamos menos las categorías. Inicialmente nuestra formación pasa por aprender las categorías para, en cierto modo, olvidarlas después. Tenemos dos maneras de pensar la locura. Por una parte, la locura se separa de la cordura y existe una línea que las separa; cosa que es cierta. Pero se puede pensar también de otro modo: todos tenemos algo de locos o de delirantes. Si pensamos así, pronto caemos en la cuenta de que los locos del manicomio se distinguen bastante de los locos lúcidos o normalizados que jamás visitarán a un especialista. Entonces, si creemos que hay la continuidad tarde o temprano volvemos a echar mano de la discontinuidad. Si creemos en la discontinuidad acabaremos por considerar que de alguna manera los locos y los cuerdos están unidos, que algo los vincula, que la condición humana nos une a locos y cuerdos, con lo cual recuperamos de nuevo la perspectiva continuista. Se trata, por tanto, de un movimiento pendular. Colina y yo hemos escrito algunos artículos sobre este asunto, dando a entender que necesitamos aplicar a la vez los dos modelos –continuo y discontinuo- porque, en realidad, son modelos, no son hechos de la naturaleza. A veces caemos en la ingenuidad de pensar que existen de verdad trastornos mentales que se definen por sus síntomas o sus signos, su evolución, su terminación, etc. En realidad eso son construcciones, artificios. Pero necesitamos esos artificios para nuestro trabajo diario.

Sería como un mapa. El mapa no es el territorio pero necesitas el mapa para orientarte.

Voilà. Te voy a copiar. El mapa no es el territorio (risas).

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

La estructura psicótica no tiene porque siempre desencadenarse y mucho menos en un delirio. ¿Estarías de acuerdo con esta afirmación?

Eso creemos. La clínica ha progresado muchísimo. Clérambault o Neisser fueron clínicos muy brillantes porque estudiaron a los locos en el momento en que estaban enloqueciendo. Ellos detectaron una serie de signos. Con respecto a la paranoia, por ejemplo, veían lo que llaman “autoreferencia enfermiza”. Había una serie de signos o fenómenos elementales que daban cuenta de lo que subyacía en una estructura, de tal manera que si se producía una crisis, esos signos prodrómicos o fenómenos elementales se volvían aparatosos, estridentes, como sucede con una orquesta sinfónica cuando comienza a interpretar tras unos minutos de afinar los instrumentos. Por seguir con la metáfora, sería algo parecido al sonido tenue de los violines. De pronto, cuando comienza la sinfonía, todos los instrumentos suenan, y entre ellos, también aquellos violines que ya habíamos escuchado antes interpretando parte de esa partitura, la cual nos resulta algo conocida por lo que nos hacemos una pequeña idea de sus movimientos y evoluciones. Es necesario ser cautos con esta cuestión de los signos mínimos o fenómenos elementales, pues pueden convertirse en un peligro si nos aventuramos a diagnosticar a troche y moche. En realidad, nuestra garantía de un diagnóstico correcto sólo nos la aporta la crisis. Por eso hay que andar con mucho cuidado. Lo mismo que hay que andar con mucho cuidado también con todo este barullo que existe actualmente con las psicosis ordinarias, porque más que una solución se está convirtiendo en un problema.

¿Por qué?

Yo trabajo con pacientes que están locos de verdad, y me parece que cuanto más estrechemos el perímetro de la psicosis o locura, mejor. No conviene diagnosticar a todo el mundo y menos aún de psicosis. Eso creo. Además, los diagnósticos psiquiátricos son inseguros, tienen una incidencia demasiado gravosa sobre el futuro de la persona, hasta el punto que a veces marcan su destino. Si le endosas a tal sujeto un diagnóstico de paranoia, de melancolía o de esquizofrenia, lo arrastra de por vida y eso constituye una losa muy grande. Aunque los diagnósticos nos sirven de orientación y no podemos renunciar a ellos, es necesario manejarlos con mucho cuidado y, en mi opinión, no debemos ampliar demasiado el campo de la psicosis. Eso es una decisión nuestra. ¿Quiénes son los que diagnostican con más frecuencia psicosis ordinarias? Por lo general, quienes menos contacto tienen con psicóticos. ¿Quiénes son los que menos diagnostican psicosis ordinarias? Los que estamos en contacto diario con los locos de verdad. Prefiero pecar de prudente que de atrevido. Es mejor dejar un caso sin diagnosticar, incluso en tu fuero interno, que ponerle la etiqueta o la plantilla de psicosis ordinaria. Sé que lo que estoy diciendo no gusta a muchos de mis colegas, pero hoy por hoy lo creo así. Quizá estamos pretendiendo solucionar un problema, que deriva del propio modelo de las estructuras, creando un nuevo problema. Hay que replantearse de nuevo qué hacemos con esa zona de penumbra situada entre la psicosis y la neurosis, esa zona en la que se situaron a los medio-locos, locos razonantes, locos lúcidos, esquizofrénicos latentes, melancólicos simples, y un larguísimo etcétera. Una zona en la que hoy día muchos sitúan los trastornos límite de la personalidad, los borderline, etc.

En el año 2009 la cadena británica BBC creó un programa reality llamado How mad are you? en el que varios reputados psiquiatras son retados a “diagnosticar” a diez participantes que –algunos sí y otros no- son considerados como enfermos mentales. El resultado del experimento es totalmente esperpéntico y pone en evidencia los prejuicios tanto de la audiencia como de los propios psiquiatras que actúan como jurado del programa. ¿Los diagnósticos son cuestionables?

La cuestión de los diagnósticos da cuenta de una dificultad consustancial a nuestra disciplina, al psicoanálisis y también a la psicología clínica y la psiquiatría. El terreno en el que nos movemos pertenece a la ciencia ficción y a veces son hasta patraña. Con la publicación de On being sane in insane places, el profesor de psicología norteamericano David Rosenhan puso patas arriba las taxonomías psiquiátricas y sacudió un buen sopapo a la prepotencia psiquiátrica. En su experimento, él y otros colegas se hicieron ingresar en distintos hospitales alegando que oían voces. Si no recuerdo mal, a todos les diagnosticaron de esquizofrenia. A partir de ese momento, no volvieron a decir nada de lo que les pasaba. Les dieron medicación, que por supuesto no tomaban, y al cabo de un tiempo les dieron el alta. Fruto de este experimento Rosenhan escribió y publicó este artículo. El amor propio, la vanidad, el narcisismo de la psiquiatría quedó muy en entredicho. ¿Cómo es posible que diagnosticaran una cosa tan seria como la esquizofrenia a gente que iba fingiendo y que además eso se publicara en una revista muy prestigiosa como Nature? No es difícil hacerse pasar por loco, por lo que parece. Y tampoco es difícil que te endosen un diagnóstico de esquizofrenia manifestando tan sólo que oyes voces y repitiendo las palabras “vacío”, “hueco” y “golpe”. Pero es necesario tener en cuenta además que muchos locos quieren pasar desapercibidos, con lo que se comportan y actuan como todo el mundo, de ahí que yo prefiera llamarle locura normalizada, un término que me gusta más que el de psicosis ordinaria, que en castellano suena muy mal. Porque ese tipo de sujetos, además, suelen mostrarse demasiado normales, es decir, son la hipernormalidad por excelencia. De manera que, insisto, conviene ser muy prudentes con los diagnósticos –más aún cuando tenemos que ponerlos en los informes– puesto que unos nos parecen esquizofrénicos y no lo son, y otros que están locos se muestran hipernormales. Para examinar con buen tino todo esto hay que tener una formación clínica importante y sobre todo creer que los diagnósticos son cosas artificiales y lo que interesa, por encima de todo, es saber hablar con las personas y escuchar lo que tienen que decir.

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José María Álvarez, psicoanalista. Autor de las fotografías: Albert Roig.

Volvamos a Estudios sobre la psicosis. Una de las delicias del libro es el capítulo en el que hablas de James Joyce y de Lucia, su hija. ¿A qué conclusiones llegas después de analizar, casi como si de un cirujano literario se tratara, la relación entre ambos?

Joyce principalmente es un artista, es un escritor de primer orden. Todo lo que se diga desde el punto de vista psicológico y psicopatológico de Joyce es muy secundario e irrelevante comparado con el hecho de que Joyce fue el autor de una obra como Ulises. Si estaba loco o no es algo secundario con respecto a la talla de su creación. Ahora bien, dicho esto es necesario tener en cuenta que la locura y la creación están articuladas en la obra y la persona de Joyce. ¿Por qué interesó inicialmente Joyce a la comunidad “psi”? Pues porque Joyce tenía una hija, Lucia, que estaba loca de remate. Joyce se gastó la gran parte del dinero que ganaba consultando con muchos médicos acerca de Lucia. Uno de ellos fue Jung, un discípulo de Freud y también de Bleuler, creador del término esquizofrenia. Jung, por su propia experiencia y formación, sabía bastante de la locura y su conocimiento de la clínica psiquiátrica era extraordinario. Se malogró –es una pena- cuando se metió a profeta, pero como psiquiatra era brillante. Jung conoció a Lucia y a Joyce, y captó claramente que la locura de Lucia estaba relacionada con la de su padre. Fue Jung quien propuso aquella metáfora tan hermosa, relacionada con la novela Finnegans Wake, que dice: “donde Lucia se hunde al fondo, Joyce aún flota”. Jung y Lacan coinciden en muchas cuestiones con respecto a Joyce, por ejemplo que algo de “psicosis latente” de Joyce se traslada a su hija, y que gracias al genio creativo Joyce se salva de la esquizofrenia pero no su hija. Estas cuestiones fueron desarrolladas por Lacan de forma elegante y con un tacto exquisito en el Seminario 23, donde propone que algo del síntoma de Joyce se prolonga en Lucia. ¿Cuál era el síntoma de Joyce según Lacan? Las palabras impuestas. Joyce tenía una relación con el lenguaje muy especial. El lenguaje estaba demasiado vivo para él, era demasiado real; lo simbólico era en él demasiado real. Demasiado vivo quiere decir que era amenazante y que, por tanto, tenía que hacer un gran esfuerzo para volver inocuo el lenguaje. Este esfuerzo que hace es, precisamente, lo que le permitió escribir. A Joyce lo que le gustaban eran los sonidos, no el sentido de las palabras. Probablemente Joyce estaba mucho más loco de lo que pensamos y tuvo más crisis o más desequilibrios. Eso pienso después de leer buena parte de la literatura que se ha publicado sobre él, en especial las últimas biografías de Shloss y de Maddox. Su historia vital pasa por momentos críticos, a los que seguramente el consumo habitual de alcohol le sirvió de bálsamo, lo mismo que la relación que mantuvo con su mujer o con su hermano Stanislaus y le procuraron una importante estabilidad. Al conocerlo un poco de cerca se intuye que necesita demasiadas muletas para andar por el mundo. Pero bueno, él es un artista, un creador, alguien que logró hacer algo con su síntoma, algo creativo y estabilizador. Su hija, en cambio, no. Estaba completamente loca, tanto que se la diagnosticó sobre todo de esquizofrenia, a veces de hebefrenia y otras de catatonía. Con esos diagnósticos, pocas dudas caben. Lucia estaba muy loca y Joyce un poco loco. Lo que trato de demostrar en este capítulo del libro es que esas dos locuras están muy relacionadas. El diagnóstico que Joyce le da a su hija es “clarividente”, por eso la llamó Lucia, es decir, “la que porta la luz”. Joyce, a medida que pierde la vista y se queda más ciego, atribuye más clarividencia a su hija. De manera que podríamos decir que Joyce ve a través de los ojos de su hija. Lacan sigue otra pista, la de la telepatía. Lacan dice de Lucia que era “telépata”. Para Joyce, en cambio, su hija era clarividente. Yo intento seguir esa pista y he creído despejar el delirio de observación de Lucia. Siguiendo la pista de la clarividencia me cuadran más las cosas. Ya veremos si dentro de cinco años digo lo mismo o he cambiado de opinión.

Comentas en el libro: “Ha sido a través de la psicosis como he podido entender los conceptos fundamentales del psicoanálisis”. ¿Estudios sobre la psicosis es un libro sobre psicosis o más bien sobre psicoanálisis?

Las dos cosas. No se pueden separar. A cualquiera que le interese la psicosis o la locura no puede dejar de usar como herramienta interpretativa el psicoanálisis. Porque en este terreno el psicoanálisis va muy avanzado. Tanto es así que quien quiera saber algo de esta materia, forzosamente acabará leyendo a Freud y especialmente a Lacan. Respecto al conocimiento de la psicosis, Lacan introduce un avance que antes nunca se había dado. Empieza con una tesis sobre la paranoia sobre el caso Aimée, pero la idea que él se va haciendo de la subjetividad es que el sujeto es hablado por el Otro, precisamente lo que les pasa a muchos locos. Para decirlo de una manera muy sencilla, Lacan crea una teoría de la subjetividad que está iluminada desde la perspectiva de la locura. No está hecha desde la neurosis, como hace Freud, sino desde la locura, desde la psicosis. Todo lo que pudo escribir, las intuiciones que tuvo, los comentarios que hace sobre las alucinaciones, es muy superior a todo cuanto se había dicho sobre el tema. Lacan en ese sentido estaba educado en las mejores escuelas psiquiátricas, conocía al detalle la gran clínica clásica. Nosotros hemos tenido la desgracia, en nuestra formación, de que esa gran clínica se había perdido, de manera que hemos tenido que recuperarla, volver a estudiarla, familiarizarnos con lo que gente que ahora tendría 150 años estudiaba en su formación clínica. Todo eso se perdió y tenemos que recuperarlo con nuestros trabajos y con las publicaciones que hacemos, para que la gente lea de primera mano a esos autores que convivían con los locos. Lacan eso lo conocía al dedillo. A partir de aquí es incontestable que psicoanálisis y psicosis van de la mano. Lo mismo ocurre en mi libro, donde psicoanálisis y psicosis no se pueden separar.

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El psicoanalista José María Álvarez conversando con la periodista Marta Berenguer. Autor de las fotografías: Albert Roig.