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Víctor Korman, psicoanalista: “El analista es un artesano; artesano de la palabra y de la transferencia.”

Víctor Korman, psiquiatra y psicoanalista, fundador del Espacio Abierto de Trabajo en Psicoanálisis de Barcelona, añade a sus varios libros publicados una nueva edición -revisada, corregida y ampliada- de El oficio de analista. Por ese motivo dialogamos con él en su domicilio de Barcelona, ciudad en la que reside desde 1977, para La Casa de la Paraula.

No fue una entrevista en el sentido formal del término; se trató más bien de una conversación cordial, amistosa: un ir y venir de preguntas y respuestas en que las primeras no esperaban contestaciones certeras sino, simplemente, buscaban relanzar el diálogo; las respuestas, a su turno, iban despertando nuevos interrogantes. Al ser suficientemente conocido el contenido de El oficio de analista, el coloquio se distanció en parte de las ideas y conceptos en él vertidos, para hablar acerca de ciertos aspectos biográficos del autor y conocer, también, sus opiniones sobre la situación actual del psicoanálisis.

Entrevista realizada por Magne Fdez-Marban

 

Korman_01 (900x600)                                Fotografías:  Pat Díaz http://www.2mentesdistintas.com/

 ¿Por qué Barcelona?

Me sorprende que esta sea la primera pregunta, aunque tal vez sea válida desde una perspectiva cronológica; sin duda, la radicación en Barcelona marcó en mí un antes y un después. No sé a ciencia cierta si la mía fue una emigración forzada o un exilio voluntario; seguramente hubo una mezcla de las dos cosas. En ese aspecto, al llegar aquí quise ser sincero conmigo mismo y con los demás: no me puse los oropeles de un exilio político, que en aquel entonces era bien visto en las ciudades europeas que acogieron a muchos que combatieron las dictaduras en América Latina. En mi caso se trató de un exilio voluntario; en buena medida fue una elección personal, pero estoy seguro que ella se vio empujada por el General Videla y los suyos. Llegué a sentirme un exilado en Buenos Aires. Entre un exilio interno y uno externo, elegí este último. Vinimos a Barcelona en barco; algunas vivencias de esa peripecia las relaté en el prólogo de Trencadis. Gaudianas psicoanalíticas. Creo innecesario repetirlas ahora, pero sí me gustaría decir que al poco tiempo de llegar decidí que, si de mí dependía, no volvería a vivir nunca jamás bajo una dictadura. Por eso la noche del 23 F, la del “golpe de Tejero”, fue un cimbronazo personal muy intenso.

            Pero tu pregunta retorna: ¿Por qué precisamente Barcelona?  En 1974, tres años antes de radicarme en esta ciudad, había hecho un viaje turístico por Europa, tal como solía hacerlo un cierto sector de los jóvenes argentinos titulados en diversas carreras universitarias. Europa y EE. UU. eran los destinos más frecuentes. Estuve trabajando durante muchos años para poder realizarlo. Llegué a Barcelona al final de un largo recorrido, tras visitar Lisboa, Madrid, París, Londres, Copenhague, Milán, Florencia, Roma, etc.; un viaje de casi dos meses. Barcelona me encantó; su barrio gótico, el mar, el esplendor de sus edificios, el bullicio de Las Ramblas.

Me viene a la memoria una comida en un restaurante de la Barceloneta, que tal vez haya tenido alguna importancia sobre mi decisión de instalarme aquí. Mapa en mano pregunté a una señora de la mesa vecina por una calle; me la señaló con precisión. ¡Ah!, dije yo, entonces está muy cerca de la Avenida del Generalísimo. Me susurro: “nosotros la llamamos Diagonal” y siguió hablando un buen rato sobre la opresión política y sobre Franco, que todavía no se había muerto. Encontré que en Barcelona se respiraba un ambiente más antifranquista que en algunas ciudades españolas que había visitado; al menos, a nivel de los indicios visibles para un turista. Es una anécdota, sin duda, pero me llevó a decirle a mi pareja que, en caso de radicarnos en Europa, elegiría Barcelona. Influyó también la cuestión del idioma: hablar castellano facilitaría, pensaba, mi inserción. En aquella época, en Argentina, la visión que se tenía de España se basaba en la que daba el régimen; tarde algún tiempo en darme cuenta que la realidad catalana -y también la española- era diferente de esa estampa. Las lenguas, que siempre son un don, eran además un conflicto aquí.

Es cierto que no había abandonado totalmente otra opción: París. El proyecto en aquel entonces era emigrar unos años y luego volver a Buenos Aires. Postergamos tres años la partida a Barcelona porque al regresar del viaje turístico supimos que mi mujer estaba embarazada; el nacimiento de nuestro hijo nos hizo tomar esa decisión. Mientras tanto, varios amigos y conocidos se habían establecido aquí y la situación política en Argentina se fue agravando, cosa que actuó como un factor determinante de la emigración. De estas aventuras se sabe algo acerca de cómo empiezan, pero no cómo terminan: llevo más de treinta y seis años viviendo en esta ciudad.

Leí en tu libro que en Argentina te habías formado como psiquiatra en el Policlínico de Lanús. ¿Qué te impulsó hacia el psicoanálisis?

Hice la residencia en Psiquiatría en el Hospital Gregorio Aráoz Alfaro -hoy, Policlínico Evita-, que está en Lanús, una localidad de las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Allá asimilé desde muy joven que la clínica exigía una implicación personal muy grande, sea en la asistencia pública, sea en el ámbito privado. Fue una experiencia en la interfase psiquiatría-psicoanálisis y lo que aprendí en ese contexto hospitalario está aún influyendo en mi práctica. Me facilitó una inmersión en las problemáticas psicóticas y una tarea con un tipo de patología que no es frecuente atender en la consulta privada. Los pacientes ingresados y sus estancias en las salas de internación -que duraban entre uno y dos meses-, permitía que hablásemos mucho con ellos y, a la par, observar como interactuaban, durante casi diez horas diarias.Además, estaban las sesiones individuales que hacíamos junto a psicoterapeutas más experimentados. Aprendí a percibir la psicosis en los pequeños detalles. Lo quefacilitó ese acercamiento estrecho a los pacientes fue la existencia de un numeroso equipo de profesionales para asistir a una treintena de pacientes ingresados.   

En segundo y tercer año de residencia atendíamos a pacientes ambulatorios con quienes llevábamos a cabo psicoterapias; también medicábamos, pero aún en esos casos siempre creábamos un ambiente psicoterapéutico en el sentido amplio del término. Contábamos con supervisores internos y externos. La inmensa mayoría de mis compañeros de hospital se psicoanalizaba y había una conciencia extendida acerca de lo importante que era eso, tanto para lo personal como para ejercer la práctica clínica. Había un saludable “empuje ambiental” para analizarse. Por otra parte, el tratamiento de los pacientes siempre se basó en la teoría psicoanalítica. De forma casi natural me vi llevado al análisis personal -problemas psíquicos no me faltaban- y al estudio teórico.

Creo que nunca más volví a experimentar un aumento tan grande de los conocimientos como en aquellos tres años de residencia. Hoy estoy procesando algunas ideas respecto de la formación de psicoanalistas –no de psiquiatras– a partir de algunas conclusiones que he extraído de esa experiencia hospitalaria; especialmente, de la inmersión clínica que implicó. También me permitió vivenciar una verdad elemental e indiscutible, válida tanto para la práctica privada como en las instituciones públicas, estén donde estén: todas las personas que consultan son portadoras de una subjetividad singular; de un sufrimiento engarzado en su historia personal, que se manifiesta a través de síntomas creados ydesplegados en contextos familiares y sociales determinados. Ello obliga a reflexionar con seriedad sobre la situación creada en Cataluña hoy en día en la asistencia “psi” en el ámbito público. Lo digo de forma esquemática, pero no por ello deja de ser cierto: en ella predominan en la actualidad dos tendencias nocivas: la falta de consideración hacia lo subjetivo y la farmacologización de la psique. Ambas son cuestiones muy preocupantes que además se agravaron en los últimos años a partir de los recortes presupuestarios.

Entre la psiquiatría platense y la catalana, ¿notaste alguna diferencia al llegar a Barcelona? 

En la psiquiatría de consulta privada, no. En el ámbito de la asistencia psiquiátrica pública o de la atención en salud mental en la comunidad, sí. En honor a la verdad también cabría decir que en Argentina no toda la asistencia “psi” en la pública era del tipo que se dispensaba en el Hospital de Lanús. También estaba la psiquiatría manicomial y los psiquiatras muy biologistas, grandes adeptos a los psicofármacos de aquel entonces y a los electroshocks. Tampoco hay que perder de vista el contexto porteño y argentino; una experiencia al “estilo Lanús” no es replicable en Europa, porque en ese servicio de psicopatología éramos -en los comienzos de los años setenta- unos doscientos profesionales y sólo una décima parte tenía un contrato laboral. El resto de colegas -psiquiatras, psicólogos, musicoterapeutas, laborterapistas, trabajadores sociales, etc.- concurrían gratuitamente al hospital 3, 4 o 5 mañanas a la semana, intercambiando asistencia por formación y experiencia. Esto es algo impensable en Europa dados los derechos adquiridos por los profesionales y trabajadores.

Cuando llegué a esta ciudad comenzaba la expansión de la asistencia primaria. Fue un momento muy interesante, de mucho entusiasmo, porque se crearon nuevos centros que configuraron una red muy amplia. Muchos psicólogos de orientación psicoanalítica se incorporaron a la misma, además de psiquiatras, enfermeras, trabajadores y educadores sociales. Hoy sabemos que  ese fervor duró apenas unas décadas: entre las privatizaciones, las concertaciones, los recortes y el aumento de las demandas, se fue imponiendo la psicofarmacología y en las psicoterapias comenzaron a espaciarse las visitas de los pacientes. La consideración por la subjetividad de cada usuario se fue reduciendo.

Pienso que alguna cuota de responsabilidad nos cabe a los analistas en el estado actual de la asistencia “psi” en el ámbito público. Salvo honrosas excepciones, los psicoanalistas perdimos, en múltiples ocasiones y momentos, esa amplitud de miras que caracterizó a los pioneros del psicoanálisis. No supimos adaptar nuestros instrumentos a la práctica institucional. Habría mucho para hablar respecto de este asunto, pero prefiero dejarlo en este punto.

En Buenos Aires habías estudiado con Oscar Masotta…

Tomé contacto con él en 1970, dos años después de acabar la carrera de medicina. Ya había empezado mi residencia en psiquiatría y en el hospital conocí a Juan-David Nasio con quién decidí iniciar mi primer grupo de estudios sobre teoría psicoanalítica. Al poco tiempo él emigró a París y al irse me sugirió que fuese a ver a Oscar Masotta, para estudiar con él.  Me incorporé a uno de sus primeros grupos porteños; con él abordamos la obra de Freud desde una perspectiva lacaniana. Fue también la época en que empecé a leer, con muchas dificultades, los Écrits y seminarios de Lacan, prácticamente desconocidos al inicio de la década de los años setenta en Buenos Aires. Ni siquiera habían sido traducidos al castellano. Luego, Masotta se marchó a Londres y acabó viniendo a Barcelona, donde volví a reiniciar el estudio teórico con él, apenas llegué. Lamentablemente falleció al poco tiempo; creo recordar que fue en 1979.

De esos dos momentos rescato el primero, tal vez por lo que tuvo de apertura en épocas de fulgor del kleinismo en Buenos Aires. Describo esta situación al principio de El oficio de analista y, con una mayor perspectiva temporal, en el nuevo capítulo que agregué a la oficiodeanalistasegunda edición de ese libro, que se titula “Remontar el desencanto”. Así, pues, empecé a dele­trear los textos de Lacan con Oscar Massotta y, aunque por entonces me faltaba un conocimiento profundo de la teoría psicoanalítica, podía reconocer las diferencias de perspectiva que tenía con la obra de Klein y también con la de Freud. Lacan planteaba otra teoría y otra clínica.

París: Lacan, Aulagnier, Leclaire, Mannoni, Safouan, Nasio, Zigouri, Laplanche, Roustang, ¿qué influencia tuvieron en tu trabajo?

Al poco tiempo de llegar a Barcelona pude continuar mi formación en París. Fue un gran esfuerzo en todos los órdenes; viajaba quincenalmente para analizarme, supervisar, escuchar conferencias, participar en cartels. La experiencia fue más allá de lo estrictamente psicoanalítico: visitaba las exposiciones de pintura y escultura; paseaba por las calles de esa ciudad; frecuenté conciertos y teatros. Conocí a muchos colegas de allí e hice amigos que aún conservo. Fue una experiencia muy rica; por eso, en relación a los esfuerzos hechos, solía decir: sarna con gusto no pica.

Las  ideas de Lacan y las de sus discípulos más directos eran muy novedosas y yo  intentaba hacerlas mías, como ya dije, no sin aprietos. Lo que pasó más tarde con la teoría lacaniana es bastante conocido, como también lo es mi posición contraria a todo dogmatismo en psicoanálisis. Tampoco quiero  reiterarme en este aspecto. En cambio, sí me gustaría comentar que, el retorno a Freud impulsado por Lacan me encontró en un buen lugar, porque no tuve que de­sandar otros caminos: la obra del vie­nés había sido mi refugio. Diferentes tareas con los primeros discípulos directos de Lacan -clínicos veteranos, sólidos, con pensamiento propio, colegas dotados de finura psicoanalítica y personal- me permitieron profundizar no sólo en el conoci­miento de la teoría de Lacan sino y también las formas con que cada uno de ellos ejercía la clínica. Con otros me  relacioné a través de sus publicaciones; Laplanche fue uno de ellos. Su obra me permitió un acercamiento más freudiano al pensamiento de Freud; su diccionario de psicoanálisis, escrito junto a Pontalis, me fue tremendamente útil y me acompañó a lo largo de todas estas décadas. En la excelente colección de cincuenta volúmenes de la Nouvelle Revue de la psychanalyse encontré siempre artículos de analistas menos conocidos que me inspiraron.    

Siempre que viene a colación reitero mi deuda personal con Lacan; deuda compleja y en múltiples planos, co­mo se refleja palmariamente en El oficio de analista y en prácticamente todos mis libros; en especial, en El espacio psicoanalítico. Digo esto porque muchos de los analistas que se alejaron de Lacan, renegaron de sus fuentes y en lo que a mí atañe, pienso que es importante reconocerlas. Con él pude realizar una particular lectura de Freud que revelaba aspectos esenciales de esos textos fundantes. Sus primeros seminarios y los Escritos fueron esenciales para esa tarea. Su severa fustigación a las desviaciones posfreudianas incidió no sólo en mi práctica clínica sino y también en el desarrollo de mi sentido crítico. Eso me sirvió para evaluar la literatura psicoanalítica y lo que acontecía en los me­dios analíticos, incluido el lacaniano. Junto al reconocimiento de importantísimos aportes de Lacan que hice míos, mantenía algunas reservas frente a otras facetas de dicha teo­ría, en tanto no veía muy clara su aplicación en mi clínica. Me llamaba también la atención la relación de muchos colegas con la obra de Lacan y con su persona. La idealización y el ardor con que se de­fendían sus postulados tornaban -como en la época de la hegemonía kleiniana porteña- a inquietarme: el “movimiento lacaniano” estaba en marcha. Quiero diferenciar esa corriente, a veces fue arrebatada, de lo que es estrictamente la obra de Lacan, aunque sé que son indisociables. Siempre creí imposible que alguien -sea quien fuere- pudiese detentar la summa del conocimiento y las certidumbres respec­to de todo lo que se procesa en nuestra praxis. Hoy, a más de treinta años de su muerte, quiero exponer dos ideas: pienso que la lectura que el psicoanalista francés hizo de los textos de Freud, más que una interpretación de los mismos debe considerarse como una  parte de la obra del propio Lacan; especialmente si se tiene en cuenta los prismas que él utilizó en sus últimas décadas de su enseñanza para leer al vienés. El segundo aspecto: el actual es otro momento histórico del psicoanálisis; ahora no sólo estamos sufriendo las consecuencias de los grandes cambios sociales habidos en los últimos cuarenta años sino y también, las ocasionadas por muchas rencillas internas entre psicoanalistas y escuelas. Subsanar esas secuelas nos costará mucho; también, las producidas por una especie de corte generacional: hoy son muy pocos los jóvenes titulados que deciden iniciar una formación psicoanalítica.

Sea como sea, la experiencia parisina, además de darme otra concepción de la clínica, de las instituciones psicoanalíticas  y de la formación del analista, me permitió apreciar que hay determinaciones locales que singularizan lo general del psicoanálisis en cada ciudad. La inclusión de París en mi horizonte creó, junto con Buenos Aires y Barcelona, un triángulo con vértices bien discriminados. Eso me posibilitó apreciar semejanzas y diferencias en la formación, en los inicios de la práctica clínica y en las relaciones entre analistas. La diplomacia de las controversias -antiguas y actuales- entre psicoanalistas ingleses nada tiene que ver con el “sacar chispas” que caracterizan las discusiones entre nuestros colegas franceses.  . Fui, por ejemplo, testigo presencial del encuentro en que por votación se discutía la disolución legal de la “escuela de Lacan” y pude percibir cómo se empleaba la fuerza de la transferencia en favor de tal o cual idea o de tal o cual persona. Pero también sé que algunas instituciones de Barcelona o Madrid han vetado a ciertos y determinados analistas a hacer uso de la palabra en actividades programadas en su seno. Los  comisarios políticos no se acabaron, parece, con la caída del bolcheviquismo.

Tras las muchas disputas entre los analistas de Barcelona de los años noventa, entreví que, en buena parte, las instituciones psicoanalíticas se sostienen en base a los  aspectos no analizados de las transferencias de los candidatos. En algunas instituciones se incuban ciertos elementos que atentan contra los fundamentos del psicoanálisis.Más  que ayudar a pensar psicoanalíticamente tenían -y tienen- algo de fábricas de pensamiento único que exigen fidelidad al maestro correspondiente.       

El Oficio de analista recoge tus intervenciones en El espacio Abierto de Trabajo en Psicoanálisis. ¿Cómo surgió ese espacio y qué aportó?

Lo que acabo de comentar puede ser una primera respuesta a tu pregunta. Buscaba encuentros entre colegas que pudieran soslayar -aunque más no fuera- algunas de las manifestaciones de la pulsión de muerte en las instituciones. La gestación del Espacio Abierto comenzó cuando di por terminado un primer ciclo parisino que había durado casi diez años.

Por aquel entonces me preocupaba también el  hiperteoricismo reinante en el mundillo psicoanalítico de Barcelona, que implicaba un relegamiento de los temas clínicos; también ocurría por aquella época una excesiva reiteración del discurso de Lacan y la imitación de sus modismos. Formaba parte de aquel contexto un psicoanálisis que parecía detenido en el tiempo; como si nada se hubiera producido desde los años sesenta. Eran -y son- los obstinados, los que prefieren no mover ficha; los que actúan como si nada hubiera cambiado en el mundo y en la sociedad; los que no sienten la necesidad de renovar el psicoanálisis. Completaba el paisaje psicoanalítico de esos años -finales de los ochenta- cierto freudismo con grandes dificultades para leer la obra del vienés entre líneas o en la “letra pequeña”, aproximaciones éstas que son imprescindibles para revelar otros ejes de su pensamiento. Jergas, repeticiones machaconas de conceptos, clichés y una cierta fosilización estaban presentes entonces en el seno de una comunidad analítica parcelada, ensimismada, cuando no, en plena disputa pre o post-fraccionamiento y que, sin embargo, a pesar de los pesares, seguía produciendo meritoriamente.

Cuando con Aurelio Gracia decidimos poner en marcha el proyecto, queríamos  un espacio donde la gente pudiera escuchar cómo cada uno de los ponentes entendía la teoría y la práctica psicoanalítica. Nos preguntábamos si seríamos capaces de lograr esos objetivos; si podríamos sortear los narcisismos de las pequeñas diferencias o los conflictos de poder entre analistas. Tenía una pequeña dosis de esperanza al respecto y una convicción: sólo conseguiríamos esos objetivos si llevábamos adelante un proyecto amplio, plural, que diera voz a las distintas formas de pensar el psicoanálisis. Y, si fuera posible, ir un poco a contracorriente de lo negativo que percibíamos en el contexto. Los colegas respondieron muy bien a la propuesta. Nos ayudó, creo, la mayor tolerancia que sobrevino después de las batallas por la hegemonía, las herencias y el reparto de poder.

Invitamos a colegas pertenecientes a diferentes instituciones y a otros sin pertenencia a grupos; queríamos que la pluralidad del psicoanálisis que existía en la realidad tuviera su reflejo en el Espacio Abierto. No todas las instituciones aceptaron la invitación. La infraestructura que teníamos era mínima y nunca nos interesó conformar una nueva institución. Fue una experiencia muy satisfactoria; logramos que fuera un punto de encuentro y de debate en el que participaron muchos colegas y también personas dedicadas a otras disciplinas. En ese Espacio, el auditorio y los debates posteriores jugaron un papel fundamental.

El carácter polémico de El oficio de analista se debe a que las conferencias recopiladas en él tomaron como referencias no sólo lo escrito por otros analistas sobre los diversos temas que se tratan en ellas  -inconsciente, transferencia, cura analítica,  pulsiones, deseo, fantasma, identificación, repetición, el fin del análisis, los resortes de la cura, el humor, etc.-  sino y también, las peculiaridades que traslucían las prácticas clínicas realizadas en los medios que frecuentaba y conocía. Muchas ideas expresadas en las conferencias eran elaboraciones que tenían como punto de partida mis discrepancias con ciertas consignas sobre las que parecían asentarse algunas formas de dirigir los tratamientos.La práctica clínica -y el psicoanálisis en general- son lo suficientemente complejos como para creer que exista una única verdad y que ésta haya sido revelada a alguien.

Lo dicho en este libro fue, en cierta manera, un anticipo de lo que más tarde se conformó como mi identidad psicoanalítica y que creo haberla expresado en el prólogo de Trencadís. Gaudianas psicoanalíticas en términos parecidos a los siguientes: me considero un analista freudiano, post-lacaniano; laico -es decir, no religioso-, no militante, alejado de los fundamentalismos psicoanalíticos y que cree posible cierto diálogo entre las diversas maneras de ejercer muestra praxis. Lo de freudiano post-lacaniano implica haberme tomado el trabajo de leer la obra de Lacan y las de otros analistas -Klein, Laplanche, Piera Aulagnier, Dor, Winnicott, Green y muchos otros- para hacer luego mi personal vuelta a Freud con esos bagajes y con algunas elaboraciones personales. La laicidad tiene que ver con que pienso que el psicoanálisis no es una religión.  

La concreción de la primera etapa del proyecto Espacio Abierto no salió mal; en todo caso, me­jor de lo que esperábamos. La respuesta habida nos llevó a continuar con la experiencia e integramos a la coordinación del mismo a Adolfo Berenstein y Jorge Belinski. Contamos con la valiosísima presencia de muchos colegas en el auditorio y con la colaboración de todos aquellos que concretaron la propuesta de diálogo tomando la palabra en los diversos encuentros. Desde el inicio y prácticamente como axioma, estuvo presente la idea de no perpetuar su funcionamiento y así lo hicimos. Considero que la posterior aparición de la revista Tres al Cuarto -Actualidad, Psicoanálisis y Cultura- fue un vástago del Espai Obert. Nos permitió seguir trabajando los cuatro juntos pero en una dimensión totalmente diferente. En la segunda etapa de la revista se sumaron otros colegas al comité de redacción de la misma. 

En esta nueva edición de El oficio de analista añades un nuevo capítulo: “Remontar el desencanto”. ¿Alguna vez hubo encanto? ¿Por qué el desencanto? ¿Cuál es la situación actual del psicoanálisis?

Hubo encanto cuando Freud inventó el psicoanálisis y duró un par o tres de décadas. Reapareció siempre que ha habido renovaciones conceptuales que implicaron avances clínicos. Lo hubo cuando se extendió la práctica del psicoanálisis a niños y psicóticos a partir de la teoría de Klein y cuando Lacan irrumpió con sus seminarios. Pero, es bien sabido que una vez que las teorías se difunden y alcanzan su cenit, comienzan a perder el carácter subversivo que poseían al principio; pierden algo del filo con que actuaban en las etapas previas, aumentan los epígonos y los fe­nómenos de inercia teóricos. Mientras critican lo establecido son muy creativas; cuando ocupan el primer plano en el escenario, pierden una parte de la chispa cuestionadora. Suele aparecer entonces una bifurcación de caminos: hacia un lado, una producción seria, madura, más bien solitaria y alejada de los focos de poder, realizada  por aquellos que -una vez que asimilaron los conceptos fundamentales- pueden hacerlos operar en la clínica y en la teoría con originalidad; quiero decir: introduciendo algunas inflexiones personales. Por el otro sendero marchan los portadores de convicciones “profundas”, los imbuidos de una se­guridad total respecto de sus teorías, a las que sienten incuestionables. Por esa vía se hace difícil avanzar porque las ideas se vuelven más rígidas. Suele haber más de lo segundo que de lo primero; aunque siempre existen otros caminos alternativos.    

El desencanto que percibo en la actualidad entre los colegas me parece que obedece a múltiples factores; uno es el recién comentado desgaste de las teorías; otro muy importante tiene que ver con los cambios sociales  habidos en las últimas décadas, que dejaron al psicoanálisis en situación de crisis. Existen más motivos para el desencanto: buena parte de los pacientes que nos consultan en la actualidad piden, con mayor frecuencia que antes, soluciones rápidas a sus problemas psíquicos; les cuesta implicarse con sus síntomas y asumir la responsabilidad sobre sus padecimientos; tienden a posicionarse como víctimas y no pueden o no quieren dedicar tiempo, energía, dinero ni poner en juego su deseo en tratamientos psíquicos que consideran prolongados.Estas son las demandas más habituales, aunque hay también excepciones. Los factores sociales y personales recién comentados no son sólo externos al dispositivo analítico; están muy adentro; inciden en él y son determinantes frecuentes de los abandono de los análisis, de la reducción de sesiones o del no acudir a las mismas.La situación social de hoy en día -alta tasa de paro,  marginación con sus secuelas de violencia, las injusticias y el aumento de las desigualdades-, agrava lo ya comentado y tiene consecuencias múltiples; también, sobre la calidad y cantidad de nuestro trabajo. A esto se suma un reduccionismo biologista que explica todos los padecimientos psíquicos como producto de anomalías genéticas o bioquímicas, que presuntamente se resolverían con la pastilla milagrosa. Viejo oscurantismo en nuevos envases. Y, sin embargo, esas ideas han calado hondo en el imaginario social, que ha cambiado mucho en los últimos tiempos.Podríamos añadir, también, la presencia de una amplia gama de terapias que se ofrecen en el mercado, que compiten con el psicoanálisis ofreciendo la 4 B -bueno, barato, bonito y breve-, y hacen creer que la mente es como un guante, que puede darse vuelta en un plis-plas: ¡cambia tus pensamientos negativos por otros positivos!, es su consigna. En ese contexto, atendemos a menos pacientes; eso nos pasa a todos, aunque muchos no lo digan abiertamente. Estos factores, potenciados entre sí, han generado cierto desánimo entre los colegas, una especie de decaimiento, que nos condujo a dar pocas respuestas a los nuevos retos que se le presentan a nuestra disciplina.

En “Remontar el desencanto” te refieres a una necesaria transformación del psicoanálisis. ¿En qué consistiría?

La modalidad tradicional del análisis -cuatro, tres y hasta los de dos sesiones semanales- fue disminuyendo o desapareciendo de las consultas y, según parece, quedó confinado -en calidad de exigencia curricular- en algunos institutos de formación psicoanalítica o para situaciones muy excepcionales. ¿Significa esto que el psicoanálisis esté muerto, como muchos predican o quisieran? Yo pienso que no; pero lo que sí es cierto que esta nueva situación nos genera mayores obstáculos e incomodidades en la tarea clínica. Considero que estamos en el final de una época: el de la versión clásica del psicoanálisis, valorado en función del número de sesiones por semana y los años de duración del mismo; variables éstas que para algunos devinieron, incluso, una medida de la “profundidad analítica” alcanzada.

La desaparición de esas modalidades de análisis comenzó hace diez o quince años; es por lo tanto muy anterior a la actual crisis económica. Me parece fundamental diferenciar las dos crisis: está aquélla de la que se habla cada día en los diarios, radio, televisión, etc. y está la propia del psicoanálisis. Tenemos que reconocer que ambas existen y se imbrican. Sin duda, la primera potencia a la segunda.Sin embargo, mis reflexiones acerca de la necesaria transformación del análisis no parten de los efectos que está teniendo sobre nuestra tarea la presente coyuntura social y económica.Pienso incluso que si esa crisis no existiera, el psicoanálisis y las psicoterapias de él derivadas, deberían igualmente renovarse.

El contexto social es, sin duda, desalentador. Pero, como afirmo en “Remontar el desencanto”, no podemos estar siempre echando balones fuera; alguna responsabilidad nos cabe a los psicoanalistas en la situación actual que vivimos en nuestro oficio. Mantuvimos demasiadas disputas y debates internos; muchos de ellos al margen de lo que estaba aconteciendo en nuestra sociedad.Ahora, estamos sufriendo las consecuencias; además, nos está costando reaccionar. Las primeras respuestas -las más rápidas, pero no las mejores- han sido rebajar los objetivos clínicos del psicoanálisis y de las psicoterapias analíticas. Y añorar los tiempos pasados, como si la rueda de la historia pudiera dar marcha atrás.Tendríamos que crear otras alternativas, pero ellas requieren cambios de actitud: deberíamos declarar caducos algunos conceptos psicoanalíticos, renovar otros, inventar nuevos y modificar las modalidades de intervención, para hacerlas más acordes a los nuevos desafíos que clínica nos hace hoy. Quiero insistir en un punto: pienso que el psicoanálisis necesita transformarse, pero no por la crisis económica ni por la disminución de nuestro trabajo. Innovar no significa rebajarlo, recortarlo, ni limar su filo. En varios capítulos de El oficio de analista expuse acerca de qué es para mí un psicoanálisis y qué es una psicoterapia psicoanalítica; lo desarrollé más extensamente en Trencadís y mantengo lo que expresé en ambas ocasiones. Creo que la renovación pasa más bien por desplegar la gran potencialidad de sus conceptos. Porque, en su origen, el psicoanálisis fue concebido como una red de articuladores teórico-clínicos dúctiles, maleables, con capacidad de admitir nuevas inflexiones. Y a pesar de haber nacido con esa vocación de cambios, no siempre, creo yo, esas mutaciones se dirigieron hacia las direcciones adecuadas. Asumir esta tarea de remozamiento sería actuar en consonancia con el futuro que anhelamos para él.

La renovación es necesaria por varios motivos: porque -como a toda disciplina- le corresponde cuestionar de tanto en tanto sus fundamentos; en segundo término, porque tiene que afinar de nuevo sus instrumentos y en tercer lugar, porque debe hacer frente a los retos de los tiempos actuales.Estas propuestas no deberían sorprender, porque el psicoanálisis, en su historia centenaria, ya se ha remozado en varias ocasiones y pienso que en esta época le toca otra vez. Y con lo que queda tras esa nueva remoción, ¡a seguir avanzando!

Me atrevo a vaticinar que, entre otras cosas, esa transformación exigirá a los analistas exponer con claridad y sinceridad lo que se piensa, oponerse a lo que no agrada, buscar nuevos rumbos, criticar cuando corresponde, enfrentarse con las resistencias al psicoanálisis incrustadas en las instituciones analíticas y en nosotros mismos; ironizar un poco sobre las excesivas citas de autores de moda, trabajar creativamente, asumir con fundamentos y valentía las proposiciones propias, renunciar a la creación de nuevas escuelas -las que tenemos son más que suficientes-, tomar ideas de aquí y de allá para aplicarlas en prácticas clínicas originales. 

Pienso que esos cambios no serán realizados por un nuevo genio del psicoanálisis que, por otra parte, no se le ve asomar por ningún sitio. Más bien, debemos construirlas entre todos. Es probable que las nuevas generaciones de analistas estén mejor posicionados que nosotros -los de la vieja guardia-, para llevar a cabo esos cambios. Sé que ese relevo generacional ya está en marcha; eso suele ocurrir casi espontáneamente. Pero pienso que corresponde explicitar y catalizar esa tendencia. La conducción de este proceso vivificante la deben asumir las nuevas generaciones de analistas, sabiendo que pueden contar con la colaboración de los veteranos. Ellos sabrán interpretar mejor los cambios que están aconteciendo, en estos tiempos, en todos los órdenes de la vida.   

Reinventar el psicoanálisis del siglo XXI no es una tarea descomunal; tampoco, de sencillo bricolaje teórico:cambiar no significa “cortar” y “pegar” fragmentos de concepciones ya conocidas. Se trata más bien de dar carta de ciudadanía a muchas cosas originales que ya estamos haciendo diariamente en nuestras consultas; trasmitirnos cómo trabajamos las transferencias y resistencias novedosas que se generan actualmente en la clínica. Deberíamos crear espacios para debatir lo nuevo que vamos introduciendo en nuestra práctica cotidiana y evaluar -entre todos- los resultados obtenidos.  

Ya que hablamos de la situación actual, ¿qué opinión tienes respecto del uso de las nuevas tecnologías en la práctica psicoanalítica? Me refiero a la atención telefónica o por internet.

No tengo experiencia en ese terreno. Todo depende de lo que pase en las sesiones. ¿Podría haber trabajo analítico sin sesiones presenciales? Pienso que es probable que pueda haberlo si se estableció previamente la transferencia analítica. Me han comentado algunas experiencias interesantes con pacientes que ya habían empezado una experiencia terapéutica y tuvieron que marcharse a ciudades lejanas. Se decidió, entonces, reemplazar las sesiones presenciales por las telefónicas o por Skipe. Esa situación me parece distinta a las ofertas de iniciar un psicoanálisis o una psicoterapia por esas vías. Pienso que la transferencia es más difícil de establecer a través de artilugios tecnológicos. Cabe tomar algunas precauciones para que no se transforme en una mera promoción y venta de servicios. Si la transferencia se ha instalado, creo que lo mejor es que el analista y su paciente decidan lo que se hace, en función del deseo y… la honestidad. Por el momento he resuelto no abrir esa puerta en mi clínica, aunque  considero que puede haber cambios en el futuro, siempre y cuando ellos afecten a lo que considero medular de la experiencia analítica.

El ordenador, internet, los teléfonos móviles, el whatsApp, el correo electrónico son instrumentos útiles, sin duda, en la vida cotidiana y no podemos darles la espalda. Sin embargo la tecnología no nos hace más inteligentes ni creativos; no incide en lo más mínimo en la calidad de un análisis, cuya creatividad sigue habitualmente por otros senderos. Siempre debe haber algo creativo en toda experiencia analítica. Si eso ocurre, no se deberá a las telecomunicaciones. Por otro lado, permíteme decirlo, creo que se ha generado un gran abismo entre los avances científico-tecnológicos y la ética; los progresos de ambos no fueron similares. Tenemos que tenerlo presente.

Haciendo un paréntesis en este asunto…, alguna vez habrás ofrecido a algún paciente que te llamara por teléfono en una situación de emergencia. Qué pasa si te llaman…

Sí, efectivamente; eso lo hice -y hago- muchas veces. En ocasiones lo ofrezco yo; en ocasiones lo piden ellos. Creo que eso me ayudó a desacartonar el análisis, a ser más flexible, a ejercer nuestro oficio de una manera más natural, más abierta, más amplia. Lo más importante de un análisis no pasa por las cuestiones formales. Por otra parte, fundamento teóricamente esas actitudes por medio de una concepción topológica de la transferencia; concibo que esta última opera más allá de las cuatro paredes de mi consulta. Pero en todo caso, esas intervenciones telefónicas siempre han sido puntuales, circunscritas; a los pocos días retomábamos las sesiones en la consulta. Ayer le dije a una paciente que está pasando un periodo crítico que la próxima semana no estaré en Barcelona; pero, si necesitaba de mi escucha, podría localizarme en el móvil. “Si necesita hablar conmigo, puede llamarme”. Creo que, por suerte, ese tipo de intervenciones no son tan esporádicas entre los analistas como en otras épocas ni se las vive como “trasgresiones al encuadre”. Muchos analistas las hacemos. Constato que si las cosas se plantean de esa manera, en general, la mayoría no utiliza esa oferta; se tranquilizan sólo con saber que pueden comunicarse con nosotros.  (Continuación de la entrevista)

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